Cuando se escucha hablar de los grandes delanteros en una Copa del Mundo, a la mente del aficionado al fútbol promedio suele venirse la imagen del Matador, Mario Alberto Kempes.

En 1978, el atacante cordobés fue la máxima figura y goleador de la Selección argentina que se coronó campeona del mundo ante su afición. Sin embargo, aquel Mundial estuvo muy lejos de ser perfecto para él.

Kempes era el único futbolista argentino que jugaba fuera de su país. Ya había sido dos veces goleador del campeonato local y, como ficha del Valencia español, había conseguido dos pichichis de la Liga, lo que ponía todos los reflectores sobre él, pero en la cancha las cosas no salieron para nada bien.

En los primeros tres partidos del Mundial el arco se le cerró. Argentina venció 2-1 a Hungría en el debut y 2-1 a Francia en la segunda jornada, pero cayó 0-1 ante Italia. Kempes jugó los 270 minutos y no fue ni la sombra del Matador que solía ser.

Ahora se venía la segunda fase y los goles de la estrella argentina tenían que aparecer sí o sí. Y la solución llegó de donde menos imaginaban. Aquella era la época de los pantaloncillos cortos, las melenas al viento y las patillas largas, y por supuesto que el astro argentino estaba a la moda.

Kempes llegó al Mundial luciendo la cabellera larga y suelta, y sobre el rostro, un frondoso bigote en forma de herradura… Hasta que el técnico César Luis Menotti le dio una sugerencia.

El Flaco había visitado a Kempes en Valencia antes de la Copa del Mundo. Por entonces no tenía bigote y anotaba con frecuencia, así que, al ver la preocupación del delantero por su falta de puntería, les soltó una idea cargada de lógica y superstición: “¿Por qué no te afeitás, a ver si te cambia la suerte?”, le dijo.

El Matador siguió el consejo y a partir de ahí comenzó a escribir la historia por la que hoy lo conoce el mundo entero. En el siguiente partido, le marcó dos goles a Polonia (2-0), y luego dos goles más a Perú (6-0), para sellar el boleto argentino a la gran final contra Holanda.

Y ese 25 de junio de 1978, en el estadio Monumental de Buenos Aires, llegó el broche de oro. Al minuto 38’, Kempes se rifó el físico, remató de izquierda y abrió el marcador con el primero de sus dos goles esa tarde.

El segundo fue su gran obra de arte. En el primer tiempo extra, el 10 argentino se abrió camino como un tanque entre la zaga naranja y, a los revolcones, terminó punteando el balón para darle a su equipo la ventaja que le valdría el título mundial.

“No sé si fue suerte o coincidencia, pero el bigote tenía que irse, ese fue el comienzo de un nuevo capítulo para mí”, contó después del Mundial el, ahora sí, confirmado Matador.

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